EL BELÉN FRANCISCANO
Fra Julián Pascual, ofmconv
Entre estas destacan las referentes a la Natividad
del Señor. Es fácil encontrar una “natividad” en cualquier retablo o museo.
Desde el siglo X, eran muy habituales los “autos religiosos”, pequeñas
representaciones teatrales de los episodios de la Biblia y particularmente de
la vida de Jesús.
El nacimiento del “belén”, tal y como hoy lo
conocemos, se atribuye a San Francisco de Asís que quiso celebrar en Greccio
(Italia) en 1223, una Navidad especial con la participación de todo el pueblo.
Con la amistad de Juan, noble honorable del pueblo, y con la autorización del
Papa, en una cueva, montó un pesebre viviente, ante el que se celebró con gran
regocijo la Natividad del Señor.
La idea de Francisco no era sólo representar lo
históricamente sucedido, sino, a través de la representación, suscitar la
celebración y la conversión. El belén de Greccio fue una catequesis viva para
reconocer al Niño Dios en el corazón de los que lo tenían olvidado. Y “todos
retornaron a su casa colmados de alegría”, dice Celano.
Esta celebración del belén de Greccio se convirtió en costumbre y tradición navideña. Primero en la comarca, después por toda Italia y especialmente en el sur. Y en el siglo XVIII, Carlos III de España, que había sido rey de Nápoles y Sicilia, importó la tradición del belén, instalando en el Palacio Real, el llamado “Belén del Príncipe”, que aún se conserva. Y esta costumbre se extendió a Iglesias y centros públicos, después a las casas de los pudientes y posteriormente a todas las casas y poblaciones. Y la influencia española llevó esta tradición a América latina, con gran arraigo del belén navideño.
Esta iniciación franciscana del belén ha sido
asumida en la Familia Franciscana como algo muy propio. Su resultado es la
proliferación de maestros pesebristas franciscanos, grandes y bonitas
colecciones de pesebres en casas franciscanas. Y de todo esto, ¿Qué nos queda?
Vivimos en una sociedad cada vez más “laica”,
atea, indiferente o contraria al fenómeno religioso; lo cual lleva a ocultar,
paulatinamente, cualquier signo de religiosidad y sustituirlos por signos
arreligiosos: árbol de navidad, el papá Noel, etc. Si se pierde la tradición
pesebrista, en conventos y casas, perdemos el poder catequético familiar y
eclesial del pesebre, Estamos llamados a despertar de nuestro letargo religioso
y poner en marcha recursos de activación de la fe. La Navidad, ya cercana, es
la ocasión propicia para ello. Hermanos, revitalicemos el belén franciscano.